21.8.11

La Naturaleza de la ignorancia

A raiz de la visita pirenaica, de la que os debo crónica y fotos, se me despertó el interés por encontrar bibliografía relacionada con aquella zona y con los usos tradicionales que de ella ha realizado el hombre desde tiempos inmemoriales.

Enfrascado en esa búsqueda por los intrincados caminos de la red, he llegado a un artículo que me ha abierto los ojos en algunos aspectos de los que, aunque conocía su importancia, ignoraba los detalles que podían convertirlos en fundamentales para la conservación de un espacio natural, utilizando el término "espacio" en su más amplio sentido y no en su sentido administrativo de ordenación del territorio.

Leyéndolo, uno se da cuenta de lo alejadas que se encuentran las autoridades de las necesidades reales de la población de dichos espacios, que no son distintas ni enfrentadas de las conservacionistas, pero que nada tienen que ver con la radicalidad del ecologismo terrorista que a menudo se aplica.

Os recomiendo encarecidamente que lo leáis; uno se da cuenta de la cantidad de relaciones y variables que pueden influir, por ejemplo, en la supervivencia de una determinada especie animal y que la mera prohibición de todo no sólo no garantiza el éxito en su salvación, sino que puede desembocar en una estúpida trampa que la elimine.

Todo se va asilvestrando
"El bosque se extiende: donde antes había campos de cultivo ahora crecen los enebros, los quejigos y los pinos. Donde los caminos limpios cruzaban las laderas hay ahora una maleza intransitable. El propio ganado parece desmandarse: los cerdos cada año que pasan buscan su sustento más lejos de la aldea. Cada día son más salvajes: huyen del hombre y lo miran con desconfianza. Las ovejas y las cabras también se vuelven adustas: son capaces de buscar la comida por su cuenta y se desvinculan de su dueño, como si no lo necesitaran ya. Con las burras sucede lo mismo: pastan libres por los montes y, aunque cada mañana regresan a la aldea, José cada día encuentra más dificultades para cogerlas y, sobre todo, para colocarles la albarda en el lomo y para ponerles carga alguna. Con los perros también tiene problemas: persiguen a las ovejas, a las burras, a los cerdos y a las cabras. Han degollado ya varias ovejas. Las matan en sesiones de caza como los lobos. Comen un poco del animal muerto y, luego, dejan el cadáver abandonado en la ladera para que los buitres acaben por consumirlo.

En el aire parece que flota una sensación captada por todos los seres vivos: el hombre que dominó el territorio está en retirada, se encuentra viejo, y no puede con todo. Y la naturaleza vuelve a retomar lo que fue suyo."

José, un hombre de los Pirineos.
Severino Pallaruelo


Dice Severino Pallaruelo que la muerte de un ministro de agricultura, de un presidente de gobierno, o incluso de un rey, en nada habrá de afectar al paisaje de las montañas, pero que con la muerte de José, apenas un año después de terminar el libro que ambos escribieron juntos, murió también la aldea de La Mula y que la Peña Montañesa, antaño pastoreada en la estiba por sus cabras y ovejas, ya no es la misma: se ha vuelto monótona, embastecida, ajena a los pastores, impenetrable a los paseantes, asilvestrada, como si fuese una viuda inconsolable que llora la ausencia de su marido y se pasa el tiempo consumida por la pena camino de la otra vida.

La naturaleza, al menos en las montañas de la península ibérica, no es la resultante de una historia lineal y ajena al hombre, sino precisamente todo lo contrario: la consecuencia de un manejo, de una fórmula de intervención secular organizada en torno a una cultura de pastores, ganaderos y agricultores que en régimen de autarquía y de dependencia mutua, integrados en el circulo de las estaciones que todo lo mueven, fueron dándose forma y creciendo simultáneamente. Como una pareja de amantes que se educan en sus relaciones para darse placer y exigirse respeto. Lástima que no nos lo hubiesen explicado así a los miles de ingenieros, biólogos, geólogos y demás estudiantes afines que pasamos por las universidades más pendientes de conocer la cohorte de nombres científicos de las plantas, la datación y las edades de las rocas y su composición mineralógica, o el diseño de pistas forestales, antes que la cultura y la esencia de las montañas. Algo tan absurdo como si pretendiésemos conocer a la gente simplemente estudiando la analítica de su sangre. Como si del estudio de las plaquetas, de los niveles de colesterol, de la situación de sus triglicéridos quisiéramos diferir el alma, los gustos, el carácter, la risa o las emociones. A la gente no se la conoce, ni se la quiere, estudiando sus radiografías. A la montaña tampoco.

La vuelta a una naturaleza prístina, no intervenida, a su aire, regulada solamente por las propias dinámicas naturales, no sólo no es deseable sino que, por paradójico que pueda parecer, además no será sostenible y será, en cualquier caso y con mucho, menos variada. La biodiversidad en la montaña es la resultante de la acción interactiva de los usos tradicionales con el medio, lo que dio lugar, entre otros muchos tesoros, a cruces y mejoras genéticas que recrearon nuevas razas ganaderas domésticas. Las comunidades rurales de montaña seleccionaron a lo largo de los siglos los mejores ejemplares de cada una esas razas, reservaron para sus huertos los mejores semilleros locales de cebollín o patata, injertaron una y mil veces los manzanos para crear cientos de nuevas variedades, trasegaron con ganados adaptados a cada tipo de pastizal, cazaron, pescaron y actuaron con inteligencia y saber hacer para regular los flujos naturales y propiciar un equilibrio singular nacido de la intervención de la especie humana y su cultura asociada que, como si fuese una piedra angular, soporta y da cimiento a un complejo edificio, al que algunos todavía persisten en llamar "espacios naturales", y para los que, sin el concurso de ganaderos y pastores tradicionales, no será posible el futuro.

Se equivocan de plano los defensores de un modelo de conservación de la montaña no intervenida. Los que creen que los pastores son un estorbo. La alarma se ha disparado en muchos lugares. Según cuentan desde la Fundación para la Conservación del Quebrantahuesos este año han quedado sin pastorear más de setenta puertos en el Pirineo, lo que supone un importante retroceso para los pastizales de montaña que empiezan a correr peligro de desaparición en demasiados sitios y, a la larga, para el propio Quebrantahuesos. Cuatro o cinco años más y habremos perdido un hábitat construido durante milenios de intenso y extenso trabajo pastoril.

Me cuenta Adolfo Aragüés, un veterano naturalista aragonés del estilo de nuestro Alfredo Noval, que la Alondra de Dupont desapareció de Los Monegros después de que lo hiciera el último rebaño de ovejas. Se marchó al mismo tiempo que los ganados abandonaban los extensos invernaderos que habían utilizado durante siglos los pastores pirenaicos de regreso a las tierras bajas. Miguel Delibes júnior me explicó el otro día que la retirada del ganado de las marismas de Doñana hizo rebrotar un bosque de ribera que amenazaba con modificar la ecología marismeña. Mis amigos de Montejo de San Miguel, en el Burgos norteño, me enseñaron este verano el que fuera "bosque perfecto" de su pueblo, ahora venidos a menos los dos: el bosque y el pueblo. Hicimos una excursión circular, empezando en la ribera, a orillas de un Ebro encañonado, y subiendo luego por una ladera orientada al sur —comida en la actualidad por el matorral y por una reciente, achaparrada y fuera de lugar repoblación forestal de coníferas—, que en tiempos pretéritos había dado albergue a los mejores viñedos del lugar, y rematamos por la vertiente norte, pasando por una carbonera, reconstruida como recurso etnográfico, pero que antes transformaba en carbón vegetal los restos de podas, entresacas y leñas muertas, ayudando así los carboneros a los árboles a rejuvenecer sus ramas, contribuyendo a evitar el riesgo incendio y convirtiendo en energía los excedentes del bosque. Antes de llegar de nuevo a la aldea y al pie del monte, una tejera, explotada por tamargos llaniscos trashumantes hasta bien entrado el pasado siglo XX, utilizaba el carbón y la leña para fabricar las tejas. El bosque de mis amigos, profusamente intervenido por los oficios de la tierra, ofrecía entonces generoso sus frutos silvestres, sus setas, sus vinos y su caza para conformar una gastronomía única; alimentaba en montanera a los cerdos que daban jamones, lomos y chorizos de ensueño; proveía a los vecinos de leña y madera e hizo florecer una pequeña industria local vitivinícola, maderera, carbonera y tejera. Todo eso lo conservan ahora en un pequeño ecomuseo mientras miran de reojo a su querido bosque que, viejo, con largas barbas de matorral que le llegan a los pies y abandonado por sus nietos, amenaza con quemarse a lo bonzo en señal de protesta, mientras los jabalíes, los nuevos propietarios de la foresta, como si fuesen bandoleros emboscados, hacen nocturnas incursiones a las huertas de la aldea para llevarse su botín. También allí, en Montejo de San Miguel, todo se va asilvestrando.

Creo que el mensaje está bien claro: allá donde aún perduren manejos tradicionales de la montaña, allá donde todavía los pastores hagan vida en la majada y conviertan en queso de Gamoneu la leche de las ratinas y la reciella, debemos centrar nuestro esfuerzo de conservación y actualización de sus tradiciones para evitar su extinción. Para evitar, como mis amigos de Montejo, que tengamos que meter toda su cultura en un museo mientras pedimos a la Consejería del ramo que incremente la plantilla de bomberos para que no nos pase lo que a los californianos.

Jaime Izquierdo Vallina

31 de octubre de 2003


Fuentes:
-Artículo de Jaime Izquierdo Vallina
-Libro "José, un hombre de los Pirineos" de Severino Pallaruelo, Prames Ediciones.


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